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Crónica: Viaje al campamento de los «bioterroristas» de Maduro

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Crónica: Viaje al campamento de los «bioterroristas» de Maduro

La pandemia concentra a miles de venezolanos en condiciones inhumanas en la frontera.

Daniel Lozano | El Mundo

¿Por qué no podemos ir a nuestro país? Esa es la gran pregunta, la pregunta del millón. Y desde el otro lado no nos responden y además nos acusan de estar contaminados. Yo mismo escuché a Maduro en el ocho (Venezolana de Televisión, el principal canal de propaganda chavista) llamarnos bioterroristas. ¿Qué es eso? Aquí sólo sobrevivimos venezolanos desesperados por volver a nuestra Venezuela«.

El campamento de los parias de América crece todos los días bajo los mismos lamentos y bajo distintos miedos. El miedo a la represalias al otro lado, al castigo en forma de cuarentena eterna, a las trampas de los delincuentes que se esconden en esquinas y curvas. Esto no parece la frontera de Colombia y Venezuela, escenario de la mayor diáspora del planeta junto a la siria, sino el Haití después del terremoto salvaje de 2010.

Una pequeña comitiva acompaña al reportero y quien lleva la voz cantante prefiere no dar su nombre. La distancia de seguridad no existe y los tapabocas (mascarillas) escasean. En la vida al mínimo pareciera que el coronavirus es un mal menor.

A José Reyes, de 38 años, en cambio, no le importa dar la cara y disparar con puntería, acusando a su Gobierno por la espera y a los colombianos que se benefician de la espera. Reyes es uno más entre el pequeño mar de tiendas, improvisadas con plásticos y palos, que crecen todos los días. Los niños buscan troncos de árbol para cocinar en los alrededores. A machetazos, lo convierten en leña. Como Luis Mesa, de 12 años, y su hermano, que acortan los días sin dejar de trabajar para regresar a su barrio del Cementerio, uno de los más duros de Caracas.

Mientras otras jóvenes lavan la ropa en una acequia inmunda, la misma en la que se bañan quienes no pueden pagar los 1.000 pesos colombianos que cobran en las inmediaciones por una ducha corta. «Aquí nos cuidamos entre todos, no se pierde nada. Tampoco hay jefes, estamos todos a una», confirma Reyes con el consentimiento de los presentes.

Estamos en Villa del Rosario, muy cerca del Puente Internacional Simón Bolívar, el mismo que separa los dos países. Varios cientos de personas, casi 2.000 según sus habitantes, en torno a 1.200 según las autoridades, se han desplegado en los alrededores de un antiguo cuartel derruido. No parece el siglo XXI, mucho menos los hijos del país con las mayores reservas de petróleo del planeta y con las principales riquezas en oro, diamantes, gas y coltán del subcontinente. Los elegidos que han dejado de serlo por obra y gracia de la revolución de la «suprema felicidad».

Ante el desbordamiento que se vive en la frontera, las autoridades regionales del Norte de Santander han reclamado a los emigrantes que dejen de sumarse a los que ya están en este campamento improvisado, una petición imposible: sin horizonte visible, la pandemia fuerza a los que se quedaron sin empleo o arriendo a regresar a su país. Ya son en torno a 100.000 los que han logrado pasar al otro lado; 30.000 permanecen varados en la frontera y 20.000, en Bogotá.

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En el campamento anónimo esperan pequeños milagros todos los días: que los trasladen al refugio oficial levantado en el Puente de Tienditas, a pocos kilómetros; que llegue el agua; que den comida a todos y no sólo a los niños… Y, sobre todo, saltar a Venezuela. Y todo ello pese a que los emigrantes se sienten señalados por su propio Gobierno.

«Su obligación es recibirnos. Hemos llegado huyendo de la pandemia desde Chile, Perú, Ecuador y de otras ciudades de Colombia para seguir camino a casa. Pero el Gobierno no nos deja pasar. No queremos ayuda, lo que queremos es irnos y la obligación allá es recibirnos», resume R. P., de 27 años, policía en algún momento de su otra vida.

El «presidente pueblo» no piensa lo mismo, ni mucho menos. El Gobierno bolivariano sólo permite el paso a pequeños grupos, de 300, tres veces a la semana. Todos ellos serán confinados al menos dos semanas antes de seguir el viaje, pero el tiempo se prolonga en condiciones muy precarias. En San Antonio, primer municipio en territorio venezolano, los emigrantes se atrevieron a protestar el pasado jueves en la noche, pese a que saben que no sólo militares y policías chavistas les vigilan, también sus amigos de la guerrilla colombiana.

Uno de los protestantes denunció a este periódico que ya ha superado un mes en las instalaciones improvisadas por el Gobierno venezolano. «No nos dan respuestas, nos tienen engañados», se queja. La comida llega por cuentagotas y no siempre en buen estado.

Fotos: Daniel Lozano

Alerta hospitalaria

En el estado fronterizo del Táchira las autoridades ya han anunciado la construcción de cementerios especiales ante el avance de la Covid-19 en el país. En el lado colombiano, la gobernación del Norte de Santander ha impuesto la alerta naranja hospitalaria y cuatro días de toque de queda.

Venezuela ha declarado la guerra a los emigrantes venezolanos que no aguantan la espera y regresan a su país a través de las trochas, pasos clandestinos usados durante años para solventar los trámites fronterizos. Maduro definió a los trocheros como bioterroristas, incluso acusó a uno de ellos de haber matado a su madre al contagiarla. El ministro de Interior, el general Néstor Reverol, anunció que les aplicarán la ley contra la Delincuencia Organizada mientras que el Comando Estratégico de las Fuerzas Armadas ha reclamado a los militantes revolucionarios que delaten «sin que nadie se entere» a los que llegan desde el extranjero porque «un trochero infectado es un bioterrorista en tu sector que puede acabar con tu vida y con la de tu familia».

«Armas biológicas», «golpistas camuflados», «fascistas» e «irresponsables» que están «contaminando a importantes sectores del país». Más que una pandemia, la situación de los emigrantes parece un relato enloquecido de George Orwell. Los emigrantes son el chivo expiatorio elegido por la revolución para esconder el derrumbe del sistema de salud, el mejor caldo de cultivo para la extensión del coronavirus. «En ningún lugar del mundo se culpa a las personas que sufren una enfermedad de ser portadoras», denunció el diputado Carlos Valero.

«Me molesta que personas que sufrieron persecución en Colombia vengan y se pasen a contaminar todo un país, se presten para un plan de Iván Duque de contaminar a Venezuela y le paguen a narcotraficantes para que les pasen», subrayó el hijo de Chávez para dejar muy claro cuál es es el relato oficial de la revolución.

La realidad nada tiene que ver. «Nos obligaron a salir de nuestro país a buscar un futuro, pero no hemos sufrido ninguna esclavitud. Con la pandemia, sin trabajo y sin arriendos es mejor pasar la roncha (pasarlo mal) en tu propia casa. Antes el salario nos alcanzaba para vivir y para mandar dinero a Venezuela. Ya no queda nada de eso», explica un ingeniero civil de 38 años, quien en 2017 se instaló en Lima para lavar pollos.

«Maduro ha manifestado que cuando los retornados llegan a Venezuela ‘son libres, son dignos, son humanos otra vez’. Claramente Maduro no ha visitado la frontera recientemente», responde Tamara Taraciuk, activista de Human Rights Watch, al jefe revolucionario.

La investigación realizada por esta prestigiosa ONG confirma que los lentos protocolos y la espera impuestos en la frontera por Caracas aumentan la transmisión del virus tanto en los centros de confinamiento del lado venezolano como durante la espera. Todo ello sin olvidar que «los retornados huyeron inicialmente de un régimen represivo que contribuyó a una emergencia humanitaria que no es producto de una catástrofe natural, sino de políticas y prácticas oficiales para luego tener que enfrentar a una situación de vulnerabilidad en el extranjero, que empeoró con la pandemia. Ahora regresan para ser sometidos a una retórica abusiva y condiciones aún más precarias en un país cuyo sistema de salud ya estaba colapsado antes de la pandemia», explica Taraciuk.

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La acción de las guerrillas

Cuando los parias de América llegan a la frontera desde sus distintos lugares de acogida, lo que se encuentran es un territorio salpicado por la sangre. La guerrilla colombiana, al servicio de la revolución bolivariana, ha tomado las trochas y los pasos fronterizos, respaldando al ejército. La pelea es a tiro limpio contra las bandas de antiguos paramilitares, hoy devenida en grupos delincuenciales. El Ejército de Liberación Nacional (ELN), las disidencias de las FARC, el Frente Bolivariano de Liberación (FBL), junto a los colectivos paramilitares y el ejército chavista por un lado. En el otro, urabeños, rastrojos y águilas negras disputando tierra y negocios en la zona de paso obligado para los emigrantes. Y con un nuevo actor, el sangriento grupo delincuencial venezolano del Tren de Aragua, que también ha extendido sus tentáculos en la frontera.

En el campamento de los «bioterroristas» las únicas armas las portan los niños y son de juguete. Algunos trabajan bajo el sol, como los hermanos Mesa. Otros pasan el tiempo entre el polvo, en unas condiciones miserables. Entre ellos está Jeremy David, de tres años, con una camiseta de un Superman rodeado de criptonita. Tiene picotazos por todos lados y sus pies están muy hinchados. Ambos llevan 25 días metidos en una tienda que parece una sauna.

Su padre, Jan Socro, y sus compañeros llevan días denunciando un sistema de corrupción interno, por el cual policías colombianos estarían entregando cupos para pasar la frontera a muy buen precio. Asegura que los 300 brazaletes que se reparten con distintos colores son otorgados a personas recién llegadas a cambio de dinero. Las protestas son constantes, incluso la Red Humanitaria y diputados venezolanos se han hecho eco de ellas. «Y nosotros, mientras, en estas condiciones», remacha Socro.

Un verdadero suplicio para los venezolanos. Que se lo digan a Graciela Silva, de 34 años, que ya ha vendido un celular por menos de dos dólares y ahora espera que alguien le compre una carretilla en condiciones de saldo porque no da para mucho más. El viaje desde Medellín agotó las existencias familiares. Ella y su familia forman parte de la lista 11 «y creemos que van por la siete».

Una espera salpicada de sufrimientos que no será recompensada con un mejor futuro. Graciela no se engaña con lo que viene tras el regreso, lo mismo que la obligó a huir de su país: «Sí, lo sabemos. Estamos pasando calamidades para volver a casa y seguir pasando calamidades».

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